lunes, 7 de marzo de 2011

Benigno. Capítulo 6.

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Capítulo 6.
Hace ocho años. Sesión 69.
-       ¿Qué le decían los otros niños?
-       No lo recuerdo.
-       ¿No lo recuerda? Haga memoria Benigno, creo que es importante- insistió la doctora.
-       Sólo tengo unos vagos recuerdos.
La verdad es que aunque no me gusta, no me cuesta mucho trabajo recordar aquello.
La mayoría de los días pensaba de camino al colegio que no me importaría disfrazarme de otra persona. Ser otro, para que los niños no se mofasen de mi.
Jamás pensé en no ir a la escuela, jamás.
Allí había cosas que necesitaba, las profesoras por ejemplo. Cuanto más se metían conmigo, más se apiadaban de mí. Más me protegían. Me sentaban en la primera fila, con las niñas. Siempre me preguntaban la lección cuando intuían que la sabía. De esto último ya se encargaba mi cara. Los días en los que venía con la tarea aprendida, mi gesto resplandecía de satisfacción, algo infrecuente en mi. . Si por el contrario no había podido estudiar, más bien no había querido, me mostraba cabizbajo.
Otra cosa que había en el colegio y que yo ansiaba, eran los libros. La biblioteca estaba llena de generosas donaciones de los ricos papas de aquellos bastardos que me humillaban a diario.
Todas las semanas pedía prestados un par de libros. Nunca los devolvía y tampoco nadie me los reclamó. Supongo que era mi forma de equilibrar mi malestar.
La verdad es que hubiésemos podido comprar libros. No éramos precisamente pobres. La tía Manuela tenía dinero. La tía Manuela era extraordinariamente tacaña.
-       Supongo que lo era en todos los sentidos – Me interrumpió la doctora.
-       ¿A qué se refiere?
-       Al nivel emocional. Tacaña en lo sentimental. Ya sabe… Besos y abrazos – puntualizó.
-       ¿Besos y abrazos? – le pregunté al aire – La tía Manuela vendía sus abrazos y sus besos. Acaso olvida su profesión – respondí escapando de la tela de araña que me estaba tejiendo mi terapeuta.
-       Y… ¿Tú no podías pagarlo?
De repente empezó a llamarme de tu. Aquello no era fortuito, ella nunca daba “puntadas sin hilo”. Era deliberado, quería ponerse en contado con aquel niño lleno de carencias.
Me sentí atacado, me sentí indefenso.
La Orbegozo no necesitaba tumbar en el diván a sus pacientes, para hacer reventar sus mecanismos de defensa. Su ceguera conseguía a veces que me sintiese muy solo en aquella consulta.
Una vez que empezó a tutearme, después de más de dos años de terapia, me sentí desvalido. Como si hubiese invocado al niño que yo llevaba dentro. En esos momentos echaba en falta su mirada.

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